Cada libro es la última cámara sucesiva, la más segura y honda, en el interior de mi refugio. Un libro es una madriguera para no ser visto y una isla desierta en la que encontrarse a salvo y también un vehículo de huida.

      Leo novelas, pero también manuales de Astronomía, o de Zoología o de Botánica que encuentro en la biblioteca pública. El viaje de Darwin en el Beagle o el de Burton y Speke en busca de las fuentes del Nilo me han llegado a emocionar más que las aventuras de los héroes de Verne, con muchos de los cuales vivo en una fantástica fraternidad más excitante y consoladora que mi trato con los compañeros del colegio. He deseado ser el Hombre Invisible de Wells y el Viajero en el Tiempo que encuentra a la mujer de su vida en un porvenir de dentro de veinte mil años y regresa de él trayendo como prueba una rosa amarilla, y se encuentra tan exiliado en el presente que muy poco después huye de nuevo hacia el futuro en su Máquina del Tiempo tan precaria como una bicicleta. Pero esas medidas temporales de la imaginación no son nada comparadas con las de la Paleontología, con los mil millones de años que han transcurrido desde que surgieron los primeros seres vivos en los océanos de la Tierra. Quién puede conformarse con la seca y pobre textura de la realidad inmediata, de las obligaciones y sus mezquinas recompensas, con la explicación teológica, sombría y punitiva del mundo que ofrecen los curas en el colegio o con la expectativa del trabajo en la tierra al que mis mayores han sacrificado sus vidas y en el que esperan que yo también me deje sepultar.
      Empiezo a leer y ya estoy sumergiéndome, y no escucho las voces que me llaman, ni los pasos que suben por las escaleras buscándome, ni las campanadas del reloj del comedor al que mi abuelo le da cuerda todas las noches, ni los relinchos de los mulos en la cuadra o los cacareos de las gallinas al fondo del corral. Vuelo silenciosamente sobre el corazón de África como los pasajeros de Cinco semanas en globo, desciendo con el profesor Otto Lidenbrock por las grutas y los laberintos que llevan al centro de la Tierra, siguiendo los mensajes cifrados y las huellas que dejó un explorador del siglo XVI, el alquimista islandés Arne Saknussemm. En algún momento de la noche del próximo domingo descenderé con los astronautas Armstrong y Aldrin en el módulo lunar Águila que se posará con sus patas articuladas de arácnido sobre el polvo blanco o gris del Mar de la Tranquilidad. Dice un científico que quizás el polvo sea demasiado tenue como para sostener el peso del vehículo y de los astronautas: tal vez ese polvo que ha permanecido inalterable durante varios miles de millones de años tiene una consistencia tan débil como la del plumón de los vilanos y el vehículo Águila se hundirá en él sin dejar rastro, porque es posible, dicen, que la superficie de la roca esté a quince o veinte metros de profundidad. Me acuerdo de un cuento que he leído muchas veces, una historia futurista que trata del primer viaje a la Luna, que según el autor sucedería dentro de siete años, en 1976. Muchas veces las historias que leo en los libros de ciencia ficción suceden en un futuro que era remoto y fantástico para los autores que las escribían y que ahora ya es pasado o pertenece al inmediato porvenir. En 1976 unos astronautas llegan por primera vez a la Luna y empiezan a explorarla. Uno de ellos se aleja de los otros, en dirección a una gruta o a un cráter que parece estar muy cerca, pero lo debilitan el cansancio, la fuerza del sol en la escafandra, el mareo de la falta de gravedad, y siente que va a perder el conocimiento. Entonces observa algo, a la vez trivial e imposible, la doble huella paralela de unas ruedas sobre el polvo lunar. De modo que ha habido otros viajeros, que tal vez los soviéticos se han adelantado. El astronauta, a punto de desmayarse sobre las huellas de las ruedas, mira hacia la gruta que hay delante de él, y ve en ella una luz como no ha visto nunca, una luz delicada, amarillenta, prodigiosa, que nadie ha podido ver en la Tierra, y que sin embargo a él le trae un recuerdo poderoso, la seguridad de no estar viéndola por primera vez. Siente que se ahoga, que no le llega el aire por los tubos de la respiración, que va a morirse, y antes de perder el conocimiento sigue viendo esa luz ante él.

1.  Clasifica morfológicamente las palabras subrayadas (análisis completo de las formas verbales).
2. Analiza las siguientes oraciones y clasifícalas según la estructura del predicado:
   2.1. Quién puede conformarse con la seca y pobre textura de la realidad inmediata.
   2.2. Me acuerdo de una historia futurista sobre el primer viaje a la Luna.
   2.3. Al protagonista de esta novela le encanta la lectura.
   2.4. El chico encuentra en los libros una realidad fascinante.
   2.5. Lee ensimismado durante horas en la soledad de su cuarto.

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